jueves, 5 de septiembre de 2013

NO JUGUÉIS CON FUEGO

El pirómano se detuvo. Llevaba ya una hora caminando por el bosque, siempre a contraviento, y había llegado a la cima de una colina próxima, donde podría disfrutar contemplando tranquilamente la magnitud de su obra sin el peligro de ser detectado por algún forestal afortunado.
Las llamas ya se habían extendido lo suficiente como para teñir el cielo nocturno de un amenazante tono rojizo, y una espesa humareda se alzaba contra el cielo, como una gigantesca nube que surgiera de la tierra misma.
Los altos pinos parecían un ejército de gigantes paralizados por el miedo, que caían irremisiblemente ante el azote de un enemigo imparable  e inmisericorde, un fuego abrasador que borraba cualquier rastro de vida de lo que antes había sido un ecosistema perfecto.

Las primeras sirenas rompían el silencio nocturno, y las corrientes de aire caliente provocadas por el calor del incendio agitaban las hojas de los árboles, que parecían temblar de miedo, prisioneros de un suelo que les había dado la vida, pero que ahora les impedía escapar corriendo de su natural enemigo.
El pirómano sonrió. De hecho, él no era un enfermo como tantos otros tarados que disfrutan viendo arder las cosas. Lo suyo era puro negocio. Llevaba 4 años en el paro, y para un hombre de 50 años, encontrar trabajo a esa edad resultaba poco menos que imposible. Su oportunidad de salir del agujero empezó a gestarse el día en que el gobierno aprobó una ley para permitir convertir las zonas quemadas en terreno edificable. Una ley a todas luces injusta y pagada por las grandes empresas constructoras e inmobiliarias, pero nada nuevo bajo el sol. Nuestro querido gobierno hacía ya tiempo que se había quitado la careta de demócrata y demostraba, a cada día que pasaba, que lo suyo era más una dictadura económica encubierta que un sistema de libre decisión.
Para el pirómano, lo demás fue bastante fácil: contactar con la gente adecuada y ofrecer sus servicios al interesado. La empresa inmobiliaria le había ofrecido un buen fajo de billetes, lo que le permitiría retirarse y disfrutar de esa vida que hasta ahora le había sido negada.  La arpía de su mujer, finalmente, estaría contenta: ella, que siempre le había considerado un inútil; ella, con sus gustos caros que él no podía permitirle; ella, que se avergonzaba de tener un marido que no servía para nada y al que nadie le ofrecería ya ningún trabajo. Al fin podría taparle su puta boca con un buen puñado de billetes y conseguir que le tratará como se merece.
Juan le observaba tras un árbol. Había estado siguiendo al pirómano desde que lo vio, a lo lejos, iniciar su macabro plan. Él no tenía una mujer que lo despreciara. Muy al contrario: su mujer le amaba con todo su corazón, y él a ella. Pero todo eso quedó borrado,  extirpado de su vida el día en que ella murió. Elena, el amor de su vida, desapareció junto con su casa familiar, pasto de las llamas que algún degenerado inició, una noche de Noviembre, en la idílica urbanización donde vivían.
Juan se acercó sigilosamente a la espalda del pirómano, con pasos cortos y calculados, con paciencia infinita y una precisión milimétrica para no pisar ninguna ramita seca delatora que alertará al criminal. La luna iluminaba tímidamente la hoja de su puñal, un puñal que hundió, con un golpe seco y certero, en el costado del maldito cabrón, mientras le agarraba por el cuello para impedir cualquier posibilidad de huída.
Al soltarlo, el pirómano cayó al suelo agonizante. Juan lo miró a los ojos y sonrió, un poco más feliz que ayer, y se sentó a esperar que el último aliento del criminal saliera de sus pulmones. Después, se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón, sacó una targeta y la depositó sobre el pecho del cadáver.
"No juguéis con fuego si no queréis quemaros", podía leerse en ella. Una frase que había aparecido en ocho ocasiones más en estos 12 años desde que Elena pereció engullida por las llamas. Una nota que seguiría apareciendo hasta que a él le quedaran fuerzas para hundir su puñal en el hígado de todos esos hijos de puta que provocan incendios.
Juan recogió la mochila del pirómano, la abrió y extrajo de ella un paquete que contenía un buen fajo de billetes.

- La inmobiliaria estará satisfecha-, se dijo a si mismo.

Según el acuerdo que tenían ambas partes, Juan tenía derecho a quedarse con el 20% de lo que le habían pagado al pirómano para provocar el incendio. Así, la compañía recuperaba la mayor parte del dinero invertido y él podía seguir viviendo sin preocuparse por encontrar otro trabajo. Desde que le echaron del último a causa de una depresión implacable, al año siguiente de la muerte de Elena, Juan se había hundido en el abismo más oscuro posible, sin ganas de vivir, ansioso por morir, del que sólo salió al darse cuenta de que podría dedicar su miserable vida entera a acabar con esa plaga de cabrones que disfrutaban con el fuego.

Un amigo suyo que trabajaba en la inmobiliaria vio que Juan cumplía con los requisitos para ser un buen ejecutor, y después de consultarlo con sus superiores, le ofreció el trabajo que necesitaba. Para Juan, hubiese sido prácticamente imposible desenmascarar a los pirómanos por su cuenta, pero la compañía le ofreció la posibilidad de que estos vinieran directamente a él. De esta extraña simbiosis, ambas partes sacaban beneficio.

No era una relación perfecta, claro. Juan no podía evitar odiar a la compañía, que pagaba a gente para provocar incendios, pero quizás en un futuro pudiera hacer algo al respecto y enviarla directa a los tribunales. De momento, se encontraba cómodo con su trabajo, y cada vez que hundía su cuchillo en algún bastardo, su corazón parecía quitarse un gran peso de encima. Además, para calmar su sentimiento de culpa, Juan siempre llamaba a emergencias justo antes de que los pirómanos actuasen, para que los bomberos tuvieran el tiempo justo de evitar que nadie sufriera daño, pero sin que pudieran impedir que el incendio quemara la suficiente superficie forestal para que la compañía dispusiera del terreno necesario. A veces algo salía mal y había víctimas, pero él se sentía en paz por haber hecho la llamada antes, y así podía echarles la culpa a los bomberos, por no hacer bien su trabajo. En el fondo, sabía que aquello no era cierto, que había sido culpa suya y que estaba muy enfermo, pero esa mente enferma se agarraba a un clavo ardiendo a condición de justificarse y seguir conservando unas mínimas ganas de vivir.

Juan guardó el fajo de billetes en su mochila y se fue caminando tranquilamente. Cuando encontraran el cadáver del pirómano, él ya estaría muy lejos de ahí. Después, enviaría a la policia el vídeo que había grabado con su móvil, donde se veía al pirómano iniciando el fuego, para que la gente supiera que él no era un asesino despiadado, sino un vengador.  A fin de cuentas, esas ratas amantes de las llamas le habían quitado a Elena, y él estaba en su derecho de aniquilar un millón de vidas a cambio. Y nada le detendría.