miércoles, 6 de mayo de 2020

SE NOS VA UN SIGLO



Ha muerto mi abuelo.
Estoy triste, porque con él se va otro cachito de mi vida -en este caso, muy importante-, como cada vez que una persona próxima y querida nos deja. Cuando el muerto es un familiar, este pedacito es de un tamaño inmenso. Por suerte, no me guardé ningún abrazo para darle: cada vez que nos veíamos -ocasiones menos frecuentes de las que me hubiese gustado, debido a la distancia y el trabajo-, le daba un fuerte abrazo y un beso.

Y es que me caía bien, mi abuelo. Era una de aquellas personas que, aunque su principal virtud no fuese precisamente demostrarte su cariño, tenía un carisma especial. Y que era mi abuelo, hostia! Y eso siempre es y siempre será, por muchas vueltas que dé la vida.

Y no es que la suya haya sido una vida precisamente corta, no: se va con un siglo a sus espaldas. Un siglo justo: ni 99 ni 101; 100 años de experiencias varias que darían para escribir un libro bien gordote. Pero estas historias y vivencias también se van con él, porque no era el típico abuelete batallitas que se prodiga en exceso explicándote a la más mínima ocasión su vida pretérita con todo lujo de detalles.

Yo que soy una persona bastante previsora y siempre me pongo en lo peor para evitar sorpresas, pensé cuando empezó todo esto del confinamiento que ya sería una buena putada que sucediera justo ahora, durante esta crisis, pillándome sin la posibilidad de desplazarme normalmente y despedirme como hubiese querido. Y así ha sido, qué le vamos a hacer: por una vez -nunca acierto con mis predicciones; soy un adivino bastante patético- mi posibilidad se ha hecho realidad inamovible y definitiva. Por suerte no ha muerto solo como les pasa a otros muchos ancianos: vivía con mi madre y mis hermanos, en una casa con un gran jardín y un huerto que años antes el mismo se había encargado de cuidar , por lo que la reclusión por el Covid-19 tampoco ha sido la más asfixiante posible, cosa que me alegra.  Y sé que la relación entre ellos no ha sido siempre ideal, porque cuando envejecemos nuestro cerebro pierde sus facultades más elementales y vuelve la convivencia más complicada de lo que nos gustaría.

Mi abuela murió de Alzheimer hace unos años, incapaz al final de sus días de reconocer ni a su familia más próxima, convirtiéndose prácticamente en una plantita con nula interacción con el mundo a su alrededor y demandante de todos los cuidados. Mi abuelo acusaba ya una cierta demencia senil, que unido a la profunda sordera que le había acompañado durante sus últimos años, hacían del hecho de comunicarse con él de forma provechosa una hazaña difícilmente exitosa.
Ahora mi madre y mis hermanos podrán al fin descansar, pues todo aquel que tiene personas dependientes en casa sabe que, aunque quieras muchísimo a esas personas que dependen de ti, también resulta una tarea terriblemente agotadora, tanto física como psicológicamente.

Debido a las circunstancias actuales, no se celebrará un funeral al uso, sino que todo será bastante rápido e informal. Y eso está bien, porque no hay nada más patético que un entierro, donde gente casi desconocida a la que tu familiar no le ha importado una mierda mientras vivía, viene a darte el pésame como si cada semana hubiese venido a verle a casa para preguntar por su estado. Cierto es que hay personas que lo hacen de corazón y que, aunque no hayas tenido contacto con ellos, sabes que son sinceros. Pero la gran mayoría sólo van a los entierros para tener público luego en el suyo propio. Como si una vez que tu cuerpo reposa en el ataúd al lado del sacerdote de turno, pudieses levantar la cabeza en plena misa funeral y decir:

-Mira qué montón de gente ha venido a despedirme y qué cara de pena tienen todos. Qué buena persona debí ser en vida. Ya puedo irme tranquilo.

En fin, abuelo, que buen viaje. Espero que a mí me queden también unos 55 años de vida por delante y que llegue a mis últimos días tan fuerte y lúcido como tú lo has estado hasta el año pasado. Lo firmaría ahora mismo sin dudarlo. Te prometo que haré lo posible para ser feliz, disfrutar de mi familia al máximo y que, llegado el momento de partir, pueda echar la vista atrás y decidir que no necesito ni un segundo más de tiempo, porque todos los besos y abrazos ya hayan sido repartidos entre las personas que más quiero.

La vida continúa. Aprovechémosla y dejemos de quejarnos por gilipolleces, amig@s.

P.D. Lo que peor llevo de hacerme mayor es despedir a esas personas que han formado parte de mi vida y que se van. Supongo que forma parte del proceso de madurar.